La estética japonesa y los Impresionistas

Monet Dama con parasol en el jardin de Argenteuil, 1875, col privada

Komorebi : «Luz del sol que se filtra a través de las hojas de los árboles».

Si en la cultura greco-romana de la que somos herederos se trató siempre de eternizar la belleza, esculpiéndola en mármol, a mitad del siglo XIX llegaron de oriente conceptos tan radicalmente opuestos como la belleza intrínseca de lo efímero o de lo imperfecto.

En aquella época Japón todavía era una sociedad feudal, pero había comenzado a permitir el comercio en sus puertos con embarcaciones extranjeras y los marineros difundieron su fascinación por los misterios del sol naciente, llevándose consigo las «estampas japonesas«. A veces simplemente utilizándolas para envolver porcelana: ésta quedaba recluida en los círculos de la naciente burguesía mientras las estampas corrían como la pólvora.

Son los grabados ukiyo-e, pinturas de un mundo flotante, representaciones poco convencionales por su libertad en el uso del color y por su alejamiento de la perspectiva renacentista. Se trata de obras muy planas, carentes de detalles, con encuadres atrevidos y puntos de vista muy originales. Los grandes Maestros más célebres: Hokusai, Hiroshige y Utamaro.

Con aquellos grabados japoneses, llegó una nueva forma de entender el Arte como medio para transmitir sentimientos y emociones… como medio de expresión, y el paso definitivo se dió en la Exposición Universal de Londres (1862), con una muestra de arte japonés como principal atractivo.

El descubrimiento de la estética japonesa supuso un choque emocional que cambió el Arte para siempre.

Muchos artistas occidentales, que ya andaban buscando caminos nuevos, quedaron fascinados y encontraron el estímulo definitivo hacia un Arte más expresivo. «Japonesearon» cada uno en su estilo, bebiendo de la nueva fuente cada uno a su manera, y en la genialidad de aquellos artistas floreció una nueva libertad: el color se liberó de la realidad para expresarse por si mismo y el corsé de la perspectiva renacentista se diluyó en composiciones planas, más elocuentes, a veces carentes de detalles, otras efervescentes de una ornamentación que se diluye en la atmósfera. La creación de atmósferas a modo de presencia absoluta, donde se detiene el tiempo, encaja como un guante en el pensamiento occidental, porque es la atmósfera de Nietzsche, la stimmung, que se funde en el paisaje en una profunda poesía misteriosa y solitaria. Es la luz de Nietzsche.

Fueron especialmente célebres las treinta y seis vistas del monte Fuji realizadas en distintos momentos del día y del año por el maestro Hokusai.
¿Cuál es el tema? : la Luz.

Velázquez ya lo había intuído siglos antes cuando pintó en Italia «La Tarde», pero aquel camino se truncó en cuanto volvió a la corte. Ya en el siglo XIX algunos artistas habían comenzado a pintar «au plain air» en busca de la luz natural: Delacroix, Courbet, Camille Corot o la escuela de Barbizon (Jules Dupré, Daubigny, Jean-François Millet…) donde los motivos del bosque de Fontainebleau eran inagotables.

Pero el punto de inflexión se produce con los genios impresionistas: con ellos la pintura se convierte en una experiencia visual y emocional total. Quieren alejarse del estilo barroco y pomposo imperante para expresar emociones. La pintura realista pierde sentido con el nacimiento de la fotografía y si ya andaban gestando la idea de que menos es más, descubrieron la exótica sencillez y el delicado minimalismo del arte japonés. Añadimos a la coctelera del contexto que la industria del pigmento había iniciado una revolución, con colores impensables para los artistas anteriores: la pintura explotó en colores y la sensación, la experiencia subjetiva, la visión personal del artista se impuso.

La obra de Claude Monet es paradigmática, primero encuentra en Hokusai el que será su verdadero y eterno tema: las diferentes percepciones de la luz a lo largo del día, que fluye en infinitos matices; sutilezas que capta con pinceladas suaves y delicadas, en múltiples capas, hasta lograr la atmósfera de un mundo cambiante y flotante. Como Hokusai, pinta sus series sobre la catedral de Rouen, la estación de Saint-Lazare, Santa Maria della Salute en Venecia, o simplemente el mar («Para pintar el mar hay que verlo cada hora de cada día desde el mismo lugar«, escribió).

Después creó en Giverny su propio mundo en el que encerrarse y ensayar sobre los mismos motivos: el puente japonés, los sauces, miles de flores… y sus queridos nenúfares, de cuyo estanque pintó unas 250 versiones en distintos momentos del día. Si nos preguntamos, una vez más, cuál es el tema, es casi «la nada». Monet se ató a ver todas las mañanas, las tardes y las noches la misma escena, durante el resto de su vida, en busca de algo mucho más sublime, relacionado con nuestro anhelo por una paz interna… y que será objeto de otro artículo, queda prometido.


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También Cézanne pintó la montaña de Saint-Victoire unas 80 veces, siempre la misma, siempre diferente. Y también quiso atarse a ella, siendo enterrado a su pie. A partir de las enseñanzas de su maestro y mentor, Camille Pissarro, destiló un lenguaje en el que todo se sitúa en el espacio gracias a la luz. La profundidad se logra con las diferencias de iluminación, habitualmente más oscuro en el primer plano, y de tonalidades. Esta sintaxis del color abrirá el camino del cubismo.

Renoir en su «Baile en el Moulin de la Galette» (1876), obra pionera en la representación de la vida moderna, genera la idea de movimiento y multitud cortando figuras sin pudor, recurso habitual japonés. Entreteje rostros alegres y consigue transmitir el movimiento mediante dos perspectivas distintas: frontal para las figuras que bailan al fondo y alta para el grupo de la derecha. Sus dinámicas pinceladas jugando con las sombras de los árboles de la popular sala de fiestas son puro komorebi.

En las generaciones posteriores a los impresionistas la fascinación por la estética japonesa no solo no decae, sino que se hace estructural.

Van Gogh viaja hasta Arles persiguiendo la luz que había soñado en las xilografías japonesas: «El país me parece tan bello como el Japón«escribió a su hermano Theo. Vincent estaba fascinado en especial por la obra de Hiroshige y compone la mayoría de sus paisajes a partir de 1887 inspirado por él. En especial los olivares, un intento de viaje hacia la paz interior, aunque la pincelada atormentada de Vincent, capa sobre capa, brota con una energía que la serenidad de la composición no puede contener. La referencia al japonismo es un verdadero código de lectura de toda la obra de Vincent y su deseo de sincronizarse con el ritmo de la Naturaleza.

Toulouse-Lautrec, como Degas, lo estudia y encuentra en las figuras planas la forma de transmitir el dinamismo que andaba buscando. Las escenas de baile de ambos son una invitación al movimiento. Siempre atentos para encontrar nuevos efectos de iluminación en su afán por captar la espontaneidad, la composición asimétrica y descentrada es un elemento absolutamente novedoso y sirve para enfatizar la sensación de dinamismo.

Gauguin encuentra el camino que ya había comenzado a transitar: el sintetismo. Su  pincelada -inspirada en Cézanne- de masas yuxtapuestas, planos de color en una perspectiva plana que se lee de abajo a arriba, sin sombras, lejos de cualquier pretensión naturalista, es puro japonismo.

Pierre Bonnard es tal vez el máximo exponente de las «japonesques» por su mimetismo inicial, que después supo trasladar a un lenguaje propio capaz de detener el tiempo sobre el lienzo en sus espacios sin perspectiva. Y con él los nabis: sus compinches Vuillard, Odilon Redon, Paul Sérusier

Matisse destrona todo precepto académico con el uso arbitrario del color, lleno de energía y de alegría, «Pinto los colores que ve mi corazón«. Con su trazo alcanzó una pintura que es a la vez escultural pero viva. Y con él sus compañeros de fechorías: los fauves, en especial André Derain, quien también realiza una serie sobre el río Támesis.

Podríamos citar a infinidad de grandes Maestros y seguir así con todos los «ismos».

Las estampas y los abanicos japoneses decoraban todos los talleres y todas las vanguardias bebieron de esta fuente oriental, cada uno inspirándose en aquello que servía de base a su propia pintura: cortar las figuras en el borde del cuadro para resaltar lo que sucede entre las personas, la ausencia de perspectiva, la luz carente de sombra, las áreas planas de colores vibrantes, la libertad de composición a menudo con ejes diagonales, la naturalidad de las escenas de la vida social, y sobretodo, la omisión japonesa del detalle en aras de la composición en su conjunto, donde la energía del color lo es todo.

La importancia decisiva de todos estos recursos técnicos es que no se copiaron como un método completo, sino que sirvieron para resolver problemas que previamente los artistas ya se habían planteado. Y cuando el furor de la vanguardia artística perdió fuelle, se trasladó a otros campos creativos: Mies Van den Rohe dirigió en 1930 la Bauhaus hacia una arquitectura donde prevalece la pureza y la amplitud de los espacios -su pabellón en Montjuïc es un buen ejemplo- un minimalismo que después volvería al Arte en los años sesenta desde NY.

Este punto de partida para la creación que supuso la estética japonesa se debe a su sentido de la espiritualidad. Sus principios son bellísimos en si mismos, como el que abre este artículo y que carece de traducción: «Komorebi«. No son fruto de modas, es una filosofía de vida que surge de la combinación del sintoísmo y el budismo zen: amor por la naturaleza no como simple apreciación pasiva, sino como una armonización con ella, la caducidad e imperfección de las cosas, la belleza de sugerir en vez de mostrar… ideales de belleza milenarios que ha sabido sintetizar en unos valores estéticos absolutamente inspiradores.

Sin ningún ánimo enciclopédico -no se asusten- quisiera compartir algunos de ellos. He intentado explicarlos como la propia filosofía zen propone: simple y sin artificios. Tal vez nos inspiren hoy, porque abarcan todos los ámbitos de la vida, desde los más anecdóticos a los más esenciales.

Miyabi: El refinamiento sutil, que no se ostenta sino que se insinúa. Muy ligado a la elegancia.

Mono no aware: La capacidad de sorprenderse o conmoverse, y de sentir cierta melancolía o tristeza ante lo efímero, ante la vida y el amor, por ejemplo con la apreciación del florecimiento de los cerezos o los almendros. Muy relacionado con la empatía y sensibilidad.

Wabi y sabi son dos términos que describen una visión estética basada en «la belleza de la imperfección»: nada dura, nada está completado y nada es perfecto. Algunas características de la estética wabi-sabi son la asimetría, aspereza, sencillez o ingenuidad, modestia e intimidad, y sugiere además un proceso natural.

Wabi sería lo simple o austero en el sentido de no depender del mundo, y al mismo tiempo sentir interiormente la presencia de algo que posee un gran valor. Cuando contiene también sabi – ejecución sin esfuerzo o desgaste- llega a ser la expresión de un estado natural, capaz de provocar en nosotros sensaciones de serena melancolía y anhelo espiritual porque nos comunica sabiduría a través del silencio.

Kintsugi: Kintsukuroi es el arte de la reparación de la cerámica uniendo las piezas con oro o plata. La clave es entender que la pieza es más hermosa por haber sido rota, porque su verdadero valor no radica tanto en la belleza externa, sino en la historia que posee.

El arte del kintsugi y la estética wabi-sabi pueden aplicarse en nuestras vidas, lo que parece roto puede transformarse en algo aún más hermoso y valioso. Nada dura, nada está completado y nada es perfecto. La imperfección es lo que nos hace únicos.

Esta combinación de la estética wabi-sabi y el kintsugi es de una profundidad bellísima. Relacionada con el budismo Zen y su principio de Kokoo: Los cambios naturales que se manifiestan con el paso del tiempo representan las cualidades de la edad, esa pátina antigua en que se ha transformado el brillo inicial, dejando ver la verdadera belleza y la dignidad, que solo se alcanzan a través del uso y de la existencia.

La aceptación de los cambios nos regala una liberación del apego que tenemos hacia lo material, y nos muestra el camino hacia una vida más simple, mucho más cercana al proceso natural de la existencia: el fluir constante y la impermanencia de todas las cosas.

Es inevitable desviarse un poquito del arte, pero volvemos a los principios estéticos:

Fukinsei: Asimetría e irregularidad. La naturaleza está llena de relaciones de belleza y armonía que son asimétricas y sin embargo balanceadas. Ésta es la belleza dinámica que se busca. Por ejemplo el enso (círculo zen) es dibujado frecuentemente como un círculo incompleto, simbolizando la imperfección como parte de la existencia.


Muchos otros principios están relacionados con el minimalismo, «menos es más», basados en el profundo y misterioso sentido de la belleza del universo y opuestos a lo ostentoso:

Shibui: Simplicidad elegante, sutileza.

Iki: Ligado con la Sensualidad, pero elegante y sobria: «chic«. Muy similar al principio más moderno del Kawaii.

Kanzo: Simpleza o eliminación de excedentes. La expresión simple y natural. Nos recuerda en no pensar en términos de decoración sino de claridad, a través de la omisión de lo no esencial.

Yugen: Lo oculto, la belleza escondida, el poder de lo misterioso. Sugerir más mostrando menos.

Yohaku no bi: Apreciación de la belleza en lo tácito, lo implícito o lo que no se expresa en una obra de arte. Su enfoque está en lo que se deja fuera. Se relaciona con la idea de ku (vacío) y mu (la nada). Se puede observar en pinturas de tinta con grandes porciones de papel en blanco.

Shizen: Más relacionado con la Naturaleza, también prescribe la ausencia de pretensiones o de artificio.


Otros principios están relacionados con el tempo y la armonía:

Wa: La idea de armonía, paz y balance, fundamental en la cultura japonesa y en las relaciones humanas. Es un aspecto clave de la sensibilidad japonesa y fundamental en la estética impresionista.

Ma: El vacío, intervalo de espacio o de tiempo. En la estética japonesa el vacío es frecuentemente preparado para ser un punto focal y permite una sensación de energía o de movimiento por contraste. Es la clave para el balance de la composición asimétrica. En la música tradicional aparece en forma de silencios o pausas.

Seijaku: Es una “calma activa”, energizada. Se relaciona con el sentimiento que se tiene en un jardín japonés. El sentimiento opuesto al de seijaku sería el ruido y la perturbación.

Jo-ha-kyu: Es un tempo que se puede traducir como: «comience lentamente, acelere después y termine repentinamente«. Esta estética es utilizada por las artes japonesas tradicionales, como la ceremonia del té.

y por supuesto, mi favorito,
Komorebi: «Luz del sol que se filtra a través de las hojas de los árboles». Me inspira cuando pienso en ello no tanto en términos estéticos, sino como una forma de afrontar la vida; fluir sin colisionar, embelleciendo todo alrededor y dando calor.

 

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