Hoy les escribo sobre Montserrat Gudiol y el final de esta historia es una de las piruetas del destino más bella que jamás he relatado. Porque a estas alturas ya no creemos en las casualidades… ¿verdad?
Me gusta pensar en la belleza como un estado del alma y algo muy profundo en mi interior vibra con la obra de Montserrat Gudiol, quizá porque no retrataba personas sino almas, que en aparente silencio gritan desesperadas en busca de amor y comprensión. Hizo de la figura humana el centro absoluto de su reflexión y la situó en un espacio espiritual, un paisaje emocional que se funde con ella como espacio de silencio. La intensidad del color elimina todo lo accesorio; es la fuerza que se necesita para sostener la propia delicadeza.
Escribir sobre su técnica es como mirar al dedo que señala la luna. Aprendió de su padre los secretos de la pintura medieval y trabajaba sobre tabla, no sobre lienzo, con pintura al temple. «Mi padre fue muy importante, un maestro que no se metió en mi vida artística, nunca me dijo lo que debía hacer. Me abrió un camino sin influenciarme, la mejor manera de enseñar«.
Lo mismo que escribir sobre sus influencias; se le han buscado ascendencias góticas como Giotto, renacentistas como Botticelli o más recientes como Picasso. Pero Gudiol pintaba un mundo propio. Yo creo que la mayoría de sus obras componen autorretratos psicológicos. Porque ella era cada una de sus figuras: un alma de gran fuerza y trascendencia enmarcada en un rostro bellísimo pero tímido, a veces hierático, que transmitía cierta tristeza y melancolía, mientras sus manos expresaban toda su fuerza y vivacidad.
Siempre negó que su obra transmitiera tristeza, pero es que a menudo uno no se reconoce ante el espejo: «No es patetismo o tristeza, es la mirada interior de las personas. Quiero pintar el interior, la parte más profunda del ser humano, que no siempre es alegre, es el espíritu… La relación espíritu-figura es difícil; la posición de las manos, el cuerpo, la cabeza, si no hay esta relación la figura pierde todo su sentido y se convierte en un muñeco«.
Exponía habitualmente en la Sala Gaspar y casi toda su obra está en colecciones privadas. La mayor, claro, la de la família, que fue robada y recientemente recuperada por los Mossos. Ojalá el afortunado desenlace propicie una exposición antológica.
Es en el plano personal donde la historia da una pirueta increíble. Divorciada y madre de seis hijos, no empezó a superar algunas barreras hasta cierta edad: «La educación pretendió llevarme a otros caminos, por ser mujer he tenido que superar muchos obstáculos«. Siempre a contracorriente, de la sociedad y los modismos, fue la primera mujer académica de la Belles Arts de Sant Jordi, en 1981.
Tuvo siempre un cierto espíritu solitario pero en la madurez encontró un alma gemela: Josep Mª Subirachs. Como desvela Ana Mª Ferrin, ambos encontraron su refugio de largas veladas en el minúsculo estudio-vivienda de la Sagrada Família, donde el escultor vivió y trabajó casi veinte años en la todavía polémica fachada de La Pasión. No solo se cruzaron sus vidas, también su obra; compartían un lenguaje simbólico y trascendental y tal vez en este hábitat el espíritu de Gaudí aún estaba presente. Allí encontró lo que buscan sus figuras: amor, apoyo y comprensión. ¿Cómo quiso el destino que los espíritus de Gudiol y Subirachs trascendieran juntos en un enclave mágico, imposible de imaginar?
El Monasterio de Montserrat -benedictino- preparaba la celebración del XV Centenario de San Benito. Josep de Calassanç Laplana, director del Museu de Montserrat -por cierto, con una colección de arte moderno extraordinaria- quería completar la Capilla del Santísimo, donde Subirachs ya había ejecutado una intervención clave, para celebrar la efeméride. La ocasión apuntaba a una obra de arte sacro tradicional, pero Laplana apuntaba en otra dirección; escribió: «Siempre pensé que la única pintura que podría entonar con la obra de Subirachs era la de Montserrat Gudiol, a quien no conocía personalmente, pero sí que había visto y admirado sus obras en la Sala Gaspar de la calle Consell de Cent antes de entrar yo en el Monasterio. Entre los autores figurativos, era la que más me llamaba la atención por la delicadeza de su línea, la sobriedad y la atmósfera de recogido silencio que envolvía a sus figuras«.
Nadie era conocedor -salvo unos pocos amigos muy cercanos- de la relación personal entre Subirachs y Gudiol, íntima y espiritual. Así que el destino, o la casualidad, quiso que le encargara a Montserrat la que probablemente fue su obra maestra: «Sant Benet», una tabla de tamaño mural.
Laplana describe el momento en que le refirió los símbolos que acompañan al santo, desde un cuervo con un pan a un cestillo: «Me miraba asustada. Jamás ella pintaría este tipo de adminículos. Aquello eran anécdotas que distraen la atención que debe cifrarse en la figura solitaria del protagonista. Ella jamás pintaba anécdotas. Le advertí que la iconografía de un santo no puede limitarse a una simple figura y un cartel que diga quién es, precisa algo más que le identifique, y le sugerí que sostuviera en las manos el libro de la Regla de los monasterios del que es autor».
Gudiol pintó un Sant Benet adolescente, su hijo Jordi como modelo, con el hábito negro benedictino. Utilizó la frase retraxit pedem («retiró el pie» en el sentido que lo dejó todo para retirarse en soledad) como el punto de equilibrio de la obra, pero no para echarse atrás, sino avanzando decididamente, con el libro de la Lectio Divina como único complemento que recoge las manos en una composición extraordinaria. Durante el trabajo falleció su madre, Gudiol volcó toda su espiritualidad en aquella figura.
En la montaña mágica, en el pasillo que conduce hasta La Moreneta, dos obras dialogan entre sí, una contrapunto de la otra, que ya no perduran como objetos sino como presencias eternas. El Cristo de Subirachs y el «Sant Benet» de Gudiol. Destino o casualidad.
Enlaces de interés:
Museu de Montserrat
Blog de Ana Mª Ferrín
Blog de Josep de Calassanç Laplana