Montmartre canalla, el fin del arte de academia

Montmartre, París, 1904.

Max Jacob, con su sarcasmo habitual, lo bautizó como «el Barco Lavandería» («le Bateau Lavoir«). Barco porque sus habitaciones estaban separadas por mamparos en vez de tabiques, como en un paquebote, y Lavandería porque todo el edificio disponía de un solo grifo, para todo y para todos. Sofocante en verano y gélido en invierno se había convertido en residencia/taller de locos veinteañeros muertos de hambre: Picasso, Modigliani, Juan Gris, Kees Van Dongen, Brancusi, el propio Jacob…

La casa era frecuentada por otros artistas y escritores: Henri Matisse, Apollinaire, Georges Braque, Fernand Léger, André Derain, Raoul Dufy, Maurice Utrillo, Jean Metzinger, Jean Cocteau, Gertrude Stein, el galerista Ambroise Vollard …

En el Bateau Lavoir, compartimentado con simples paneles de madera, no solo el olor a disolvente se esparcía por toda la casa, también la genialidad, los estilos y las influencias de cada uno. En aquel edificio, se fraguó el golpe de gracia a la pintura de academia.

Fue el golpe final, porque antes Montmartre ya había albergado a los primeros genios de la pintura moderna: Claude Monet, Degas, Van Gogh -que vivió dos años en casa de su hermano Theo-, Renoir y sobretodo el hombre que se ha asociado para siempre a Montmartre: Toulouse-Lautrec.

¿Qué tenía Montmartre para atraer a todos ellos?

Montmartre se anexionó a París en 1860. La ladera sur de la colina -orientada al llano de París- fue rápidamente urbanizada. Pero la ladera norte mantuvo su carácter rural, con sus molinos perfilando la silueta de la colina. Se hizo una urbanización precaria: solares vacíos, barracas junto a casas modestas, calles embarradas y flora tan asilvestrada como el personal.

Los artistas buscaban allí primordialmente una cosa: alquileres baratos. Todos menos Lautrec.

Aquellas empinadas callejuelas que serpenteaban hacia las blancas cúpulas del Sacré Coeur también albergaban otros establecimientos que, por su peculiar oferta de moral relajada, se habían instalado lejos del centro burgués de París: el Folies Bergère, el Moulin de la Galette, Le Chat Noir, el Mirliton y, sobre todo, el Moulin Rouge. Nombres ahora míticos que eran auténticos antros, donde delincuentes, prostitutas y vagabundos campaban a sus anchas… junto a los pintores.

Se produjo en Montmartre la conjunción de una vida diurna tranquila y nocturna canalla, una atmósfera libre y alegre. Y a medida que se instalaban artistas se creó el llamado «Espíritu de Montmartre«: convivencia, diversidad, sentido del humor, sensibilidad artística y compañía estimulante. El conjunto permitía adquirir una nueva perspectiva, no de los paisajes, sino de la vida misma, alejándose o acercándose a ella según el momento del día. Salvo excepciones -todos recordamos el «Baile en el Moulin de la Galette» de Renoir (1876)- en Montmartre se fue abandonando el «plein air» de los Impresionistas para trabajar en el estudio (o en el cabaret) en busca de nuevas expresiones artísticas.

El talento llama al talento. Antes que Picasso, los modernistas ya habían conocido Montmarte y su espíritu artístico y bohemio. Rusiñol, Ramón Casas y Miquel Utrillo conocieron en Le Chat Noir a un personaje descacharrante, que dejaba a un lado las bandejas de camarero para hacer sesiones de sombras chinescas, marionetas o imitaciones . Era Pere Romeu y con él crearon en Barcelona «Els Quatre Gats» para trasladar aquel espíritu de Montmartre a Barcelona. (Si les interesa, lean nuestro artículo «Els 4 Gats: Casas, Romeu, Rusiñol y Utrillo«).
Fue en las tertulias del «Els Quatre Gats» donde contagiaron al joven malagueño el virus de la bohemia. Picasso hizo su primer viaje a París en 1900 con su amigo Casagemas, que acabó fatal (esa es otra historia que les explicamos en «Los secretos de la Habitación Azul«).
Cuando regresó en 1904 para instalarse en el «Bateau Lavoir» todo fue diferente, abandonó su período azul para comenzar su período rosa y después pintaría allí «Las Señoritas de Aviñón» (1907) donde elimina todo lo sublime de la tradición para crear uno de los lienzos clave del arte moderno. Picasso escribió: «En Montmartre es donde fuimos verdaderamente felices, fuimos considerados como pintores».

Un caso que merece un artículo propio es el de Modigliani, que se presentó en Montmartre como escultor, hasta que ya no pudo pagar mármol ni granito, luego ni la madera. Así que trasladó a la pintura su línea pura y elegante, cuya belleza no es clásica ni moderna; es eterna.

 

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Pero volvamos a Toulouse-Lautrec: él no se instaló en Montmarte por los alquileres baratos, su familia era aristocrática y adinerada. Andaba tras otra búsqueda: necesitaba aire para respirar, poder encontrarse a si mismo lejos de los círculos sociales parisinos de alta alcurnia, donde su desgraciada fisonomía era siempre objeto de atención, a veces por lástima otras por burla.

La consanguinidad de sus padres le produjo una enfermedad genética que afectaba al desarrollo de los huesos. De niño se fracturó los dos fémures y sus piernas dejaron de crecer, mientras el resto del cuerpo se desarrolló con normalidad. Lejos de los elegantes salones de la época, entre la fauna de Montmartre se sentía uno más y allí pudo dar rienda suelta a su talento y tras el impresionismo cambiar la historia del arte con el vibrante trazo expresionista que compartía con los dos grandes amigos que hizo en el barrio: Degas (vivían en el mismo edificio) y su compañero de la academia Cormon: Van Gogh.

Lautrec vivió la bohemia y el «espíritu de Monmartre» como ningún otro. Con mesa siempre reservada en el Moulin Rouge, su catedral, confraternizaba con la fauna de todos los locales: como la bailarina Louise Weber «La Goulue» o Valentín le Désossé (el deshuesado), que aparecen en muchas de sus obras.

Porque ese es el punto que convirtió a Toulouse en el cronista social de la bohemia: no le interesaba el paisaje sino el paisanaje, la figura humana. Con su trazo vibrante, portentoso, todavía inconfundible más de un siglo y medio después, tomaba apuntes de amigos, artistas, bailarinas, prostitutas y los parroquianos del lugar con una percepción del movimiento prodigiosa y una enorme capacidad para captar la psicología de los personajes. Sus dibujos no son tanto descriptivos como expresivos, con la libertad de color y de composición asimétrica que había aprendido de las estampas japonesas y la exótica sencillez y el delicado minimalismo de la estética oriental (lean, si les apetece, nuestro artículo «La estética japonesa y los Impresionistas«.

Sus figuras planas transmiten un dinamismo que solo Degas igualó, las escenas de baile de ambos son una invitación al movimiento. Nadie ha captado tanto la espontaneidad. Baudelaire acuñó la expresión de modernidad artística en su tratado «El pintor de la vida moderna«, que entendía como «un amante de la vida: un observador nato cuyas ansias de ver y sentir son inagotables«.


Nota final: ¿Qué queda de aquel Montmartre?

Charles Aznavour, «La Bohème» (1965): «Je ne reconnais plus/ Ni les murs, ni les rues/ Qui ont vu ma jeunesse/ En haut d’un escalier/ Je cherche l’atelier/ Dont plus rien ne subsiste/ Dans son nouveau décor/ Montmartre semble triste/Et les lilas sont morts».

(Ya no reconozco/ Ni los muros ni las calles/ Que habían visto mi juventud/ En lo alto de una escalera/ Busco un taller/ Del que nada sobrevive/ Con su nueva decoración/Montmartre parece triste/ Y las lilas están muertas).

El genio, la locura y la fiesta se desplazaron años más tarde a Montparnasse.

El Bateau-Lavoir está en el número 13 de la calle Ravignan, actualmente taller/multiespacio, el edificio ardió y sólo se conserva la fachada original.

Sin embargo, todavía hoy Montmartre significa la convivencia, el sentido del humor y la creatividad. Sus habitantes actuales siguen hablando de «bajar a París» y la Plaza de Tertre es el lugar con más pintores por metro cuadrado del mundo.  El espíritu de Montmartre fue tan intenso que todavía impregna sus rincones.


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